martes, 17 de enero de 2012

Carta del Arzobispo: Salgamos al encuentro... abramos las puertas.

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos en este domingo la Jornada Mundial de las Migraciones, que quiere ser una llamada a la reflexión y al compromiso de las comunidades cristianas ante un fenómeno que ha adquirido, también entre nosotros, ingentes proporciones. De ser un país de emigrantes, España ha pasado a ser en los diez últimos años receptor de inmigrantes. Este hecho nos interpela a todos y nos insta a adoptar actitudes iluminadas por la fe y la doctrina de Jesús. A ello nos invita también el lema de la Jornada de este año: “Salgamos al encuentro… Abramos las puertas.”

Quienes tratamos a inmigrantes, constatamos enseguida los muchos problemas y sufrimientos que tienen que afrontar: la soledad, la falta de viviendas a su alcance, la ausencia de un trabajo seguro y digno, las dificultades de comunicación, la zozobra que engendra la ilegalidad, la falta de papeles, la separación de las familias, las dificultades para el reagrupamiento familiar, el maltrato y desprecio, en ocasiones, de algunos conciudadanos nuestros y las generalizaciones injustas como si ellos fueran la causa exclusiva de la delincuencia. A pesar de todo, y a pesar de que el paro es muchos más agudo e intenso entre los inmigrantes, se deciden a venir, buscando lo que no tienen en sus países: trabajo, ingresos económicos, posibilidades de promoción y, en ocasiones, libertad y seguridad.

Ante la inmigración los cristianos hemos de adoptar actitudes de acogida y servicio. En el Antiguo Testamento los emigrantes son considerados dignos de una especial protección. Han de ser tratados como los miembros del pueblo de Israel, porque unos y otros son iguales delante de Dios. En consecuencia, la Escritura prohíbe oprimir, explotar y defraudar al emigrante. "No vejarás al emigrante" (Lev 19,34); "No le explotaréis" (Deut 23,16); "No defraudarás el derecho del emigrante" (Deut 34,17); "Maldito quien defrauda en sus derechos al emigrante" (Deut 27,19). En un sentido positivo se prescribe el amor al forastero: "Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis vosotros en Egipto" (Deut 10,19); "Lo amarás como a ti mismo" (Lev 19,34).

En el Nuevo Testamento Jesús se identifica con la debilidad y el sufrimiento de los forasteros y emigrantes. Él mismo fue emigrante. En la plenitud de los tiempos emigra desde el regazo cálido del Padre, viene a la tierra y se hace uno de nosotros para nuestra salvación; y en los inicios de su vida histórica tiene que emigrar a Egipto, haciéndose así solidario de los sufrimientos y angustias de todos los emigrantes. En el último día, en el momento crucial del juicio, el criterio último de discriminación será nuestros sentimientos de amor, servicio y acogida a los pobres, a los hambrientos, a los encarcelados y a los forasteros, los que han debido dejar su casa y su familia (Mt 25,31-46). Y es que Jesús se identifica misteriosamente con nuestros hermanos más pobres; de manera que cualquier gesto de amor, de acogida, de ayuda o de servicio, lo mismo que cualquier gesto de desprecio o rechazo contra nuestros hermanos no es como si se lo hiciéramos al Señor, es que se lo hacemos al Señor mismo.

Una de las características del Reino de Jesús es su universalismo. La misión de Jesús y la misión de la Iglesia es universal. Al Reino de Jesús estamos invitados todos sin exclusiones. En sus milagros, Jesús no discrimina a nadie: también los extranjeros, el centurión, los samaritanos, la mujer sirofenicia, etc., son beneficiarios de sus prodigios. El Magisterio de la Iglesia es muy exigente en la defensa de la dignidad y derechos de los emigrantes. Subraya con gran fuerza el deber de las sociedades desarrolladas de acoger y atender a las personas desplazadas.

En consecuencia, por fidelidad al Señor, los cristianos tenemos la obligación de considerar el fenómeno de la inmigración desde una visión iluminada por la fe, abierta y humanitaria. Los inmigrantes tienen derecho a buscar aquí honradamente los medios de vida. Y nosotros, que también fuimos emigrantes, tenemos obligación de ayudarles, acogerles y tratarles de acuerdo con su dignidad de personas, hijos de Dios y hermanos nuestros. Abrámosles, pues, las puertas y salgamos a su encuentro.

Nuestra Iglesia diocesana, a través de la Delegación de Migraciones y Caritas, ha de hacer un esfuerzo bien programado y sistemático para ayudar a los inmigrantes que necesitan asesoramiento para poner en regla su documentación, aprender nuestra lengua, encontrar alojamiento, poder trabajar, reunirse con sus compatriotas y amigos, denunciar los abusos de que son objeto y defender sus derechos. Pero no podemos socorrerles sólo con medios materiales. También ellos necesitan a Jesucristo, único salvador y redentor, pues como nos dijera la Beata Teresa de Calcuta no hay mayor pobreza que no conocer ni amar a Jesucristo. Por otra parte, ellos rejuvenecen nuestras comunidades y nos evangelizan con su fe sencilla y fervorosa, como he comprobado con gozo en mis visitas a las parroquias.

Para los inmigrantes y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.


+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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